CAPÍTULO II – EL AMANTE DE LA REINA RUSA

Y así, encerrados, recolectando pruebas, en un hotel de lujo pero entre un ambiente de miseria, transcurría la vida de Edu. Miraba por la ventana donde se suponía que estaba La Podolsketa Occidental y suspiraba a tono de nostalgia, pero en sus adentros sabía la verdad, en realidad, no tenía ni idea de donde se orientaba su pueblo natal. Su único entretenimiento era el juego de amoríos con Bratislá, que si bien, estaba claro que sentían lo mismo, retrasó el instante cumbre para entretenerse y no perder el interés.

Su vello se erizó cuando estaba contando las últimas casillas para entrar la última ficha roja en casa a la vez que Bratislá lo llamó «mi caballero de la prieta figura» y se vio casado y con hijos cuyo acento apestaba a vodka. Se agobió y optó por cambiar la correlación de fuerzas dentro de su único entretenimiento. Después de la partida, el resto se balanceó entre un acercamiento y un alejamiento, entre un eres muy frío y entre un muy fría será tu puta madre, entre un vamos a tu habitación y entre un a tu habitación irá tu puta madre, entre un nuevo acercamiento e intento de beso al que se respondió con esto no es una mancebía y mucho menos un lupanar.

Mirando al marajá con pretensiones deshonestas hacia él, pensó en su próximo movimiento, quizás matar de celos a Bratislá. Sí, lo mataría de celos. Se desplazó suavemente por todo el salón principal con los ojos insertos en la nuca del arma mortal que usaría para matar a su chico de repuesto; aprovechó el preciso instante en que Bratislá servía en una copa elegante un vino blanco de los caros. Entre las burbujitas, este vio a su caballero de prieta figura y con viles mañas para el parchís acercarse a su primer pretendiente y supo que nunca sería suyo.

Que se le escapaba de las manos, que encontrarían al culpable y se iría a La Podolsketa para siempre, pero lo peor fue darse cuenta de que marchara o no, de que aunque se quedara infinitamente en su hotel, jamás lo poseería. Para poseer o ser poseído se necesitaba creer en las viejas, actuales y cotidianas reglas costumbristas del capital y que, por eso, Edu se le escapaba y se le escaparía siempre.

Interceptó a Edu antes de que llegara a su destino, tal y como Edu lo había planeado. Lo miró a los ojos con furia, tal y como Edu quería. Pero se desvaneció. Dejó de ver la mirada triunfal de poder que tenía su amado por conseguir controlar cada uno de sus propios movimientos; vio cosas entre tinieblas y entre nieve blanca a las que no podía dar argumento sólido al instante, que se derretían en su ser como sentimientos básicos de miedo y terror. Su visión era de todos los colores y de todas las sensaciones, entre ellas la más abundante de las cuales fue la traición. Del horror se quedó amarillo y empezó a sudar.

Al principio, Edu se preocupó pensando que había perdido su juego de pasión y la poca autoridad que tenía sobre Bratislá pero pronto se dio cuenta de que algo no iba bien. Gritó su nombre varias veces pero estaba ausente. La tormenta de «Bratislá» acabó cuando apareció el detective Lievin, con su vieja gabardina y abofeteó a este para que reaccionara. Bratislá salió del trance satisfactoriamente. Vio a su alrededor y se alegró de haber conseguido parar a su amado a tiempo hasta que recordó lo que acababa de pasarle y que su contenido no era nada bueno.

—Voy a ausentarme, estoy mareado. Por favor, decidle a Dimitri que me sustituya.

—Bratislá, ¿estás bien? —preguntó Edu temeroso de sonar tan preocupado como estaba.

—Sí, ha sido un mareo, ya me voy.

Se fue. Sus intenciones de matarlo casi dan fruto pero no de la manera esperada. Algo pasaba, y se debatía entre mostrar afecto y cuidarlo y entre que si hacía eso perdería su posición de ventaja respecto a Bratislá. Su único entretenimiento se había quedado en el banquillo. Ahora tendría que enfrentar el problema que había estado eludiendo fructíferamente, aquel de ser el principal sospechoso de un asesinato.

—Vaya, parece que todo el que se le acerca, sufre de algún mal —comentó el detective viendo la frustración de La Potranka Lenin.

No quiso enfadar al señor detective, se retiró a su habitación decorada minuciosamente, seguramente, por alguien que sabía hacer relucir las cosas aun estando estáticas pero sin mucho sentido de la practicidad; o eso pensó el individuo que allí se hospedaba, que de tan perfecto escenario sentía miedo de tocar cualquier cosa. No se sentía cómodo con todos esos brillos mirándole. «Vaya una horterada». Se sentó y pensó en su Bratislá, su muñeco roto, y en el detective, un lobo estepario que lo perseguía.

Se decantó por seguir obviando el principal problema que podría conducirle a una cárcel rusa. Bajó a los aposentos de Bratislá. La puerta cerrada. Por la rendija se percibía olor a sudor, una cálida masa de aire cargada por la cantidad de gente que allí se encontraba. Acababa de perder su juego macabro del todo, pretender jugar e inclusive matar a su querido Bratislá basándose única y exclusivamente en su persona como arma era absurdo. Un leve desmayo y todos los trabajadores del hotel se agolpaban en su diminuto y mohoso cuarto para prestarle ayuda. Entre ellos habría alguien.

Se quedó mirado la puerta, no sabía si entrar o no. La lucecita de la única bombilla cálida salía por debajo de la puerta y se oían voces que se confundían. Si entraba perdía del todo, si no entraba, también perdía. Antes de decidirse se abrió la puerta y salieron tres personas, miraron a Edu y le hicieron ademán de que entrara, que estaba libre, como sabiendo que estaba fuera esperando. Entró y vio a Bratislá tumbado en un charco de sudor en su cama. Lo miró, estaba amarillo, pálido y maloliente.

—¿Cómo estás? ¿Qué ha pasado?

—Nada, un mareo.

Edu se sentó al borde de la cama. Los ojos macilentos de Bratislá le hicieron arrepentirse de haber ido, no solo hacía el ridículo, sino que además, no estaba en su mejor momento estéticamente hablando. En su afán de recuperar el control de sus afectos, y sin importancia alguna del estado del enfermo, pues podía hablar y eso era claro signo de que la muerte no acechaba, recurrió a la última opción que le quedaba para hacer frente a todos los frentes abiertos, valga la redundancia. Acababa con la sumisión que suponía estar al pie de la cama atendiendo al enfermo y con las sospechas de asesino que se cernían sobre él, además que cumpliría su misión principal.

—Me voy, iré a La Podolsketa.

Así rompía el corazón de un mareado, aunque por ganar, perdería él también; a su vez, escapaba de la justicia rusa y de acusaciones falsas; por último, se dejaba de distracciones y cumplía con su cometido. Esa fue la lógica detrás de todo, una lógica que bajo su pensamiento, le hacía parecer frío y mala persona por el trato hacia Bratislá, pero valiente y decidido, una roca dura. Sus malas consideraciones hacía él mismo le dieron poder y valor, era mala persona y una vez puesto sobre la mesa, eso le servía de excusa para cualquier movimiento. No se percató de que su verdadero motor, sería posiblemente, que su única distracción se acababa de postrar por una larga temporada en cama.

—No te puedes ir.

—No solo es que pueda, es que lo haré —contestó serio para dar coherencia a su última oración pero feliz porque el juego volvía aunque fuera por cinco minutos.

—No lo hagas. Hazlo por mí, estoy enfermo. Quédate y cuídame.

—Te cuidarán tus compañeros, tengo un cometido.

—¿No te da vergüenza torturar a un desvalido?

—¿Cómo? —ese desvalido al que había infravalorado había leído precisa y correctamente sus intenciones.

—Vienes aquí a decirme que te vas para hacerme sufrir, sabes perfectamente que eres sospechoso de asesinato y de que, si te vas, no solo confirmarás las sospechas, sino que harás que te maten. La estepa rusa es como el desierto, allí no hay ley. Nada impedirá al detective perseguirte hasta darte caza.

—¿Estás diciendo que me va a perseguir por la estepa?

—Sí.

—Para estar convaleciente, eres muy gracioso.

—Mira, convaleciente seré, pero no he sido gracioso en mi puta vida. Así que déjate de estupideces, no te puedes ir y si lo haces, te denunciaré. Lo siento.

Ese tono perturbó y tiró por suelo las ansias de La Potranka. Nunca le había hablado así, nunca se había demostrado tan feroz ni contundente. Saldría de la habitación con amenazas y sometido a un enfermo.

—No me das órdenes. No he venido hasta el confín del mundo para que se me niegue la libertad. Ni por un detective ni por un enfermo.

—¿Ves? Vas de libre, pero eres ponzoña viva. Me tratas mal porque crees que si me conoces demasiado, te ataré. De eso no trata el amor, estúpido.

—¿Amor? ¿Quién habla de amor?

—¡Yo! ¡Yo hablo de amor! ¡Y por amor te ruego que te quedes! ¿No querías dominarme, someterme, hacerme tu títere? ¡Pues aquí me tienes! ¡Rogándote! ¿Contento? Seré tu títere si lo deseas, pero no te vayas. Iré hasta el fin del mundo para conseguirte ducados. ¡Maldita Potranka! Has hecho de mí un miserable.

—¿Cómo me has llamado?

El corazón se paró. Tanto el de uno como de otro. Edu quedó sorprendido por las declaraciones, por la insistencia esclava a que no se fuera y por ese maldito nombre… Parecía que todo el mundo lo sabía.

—Te, te he… Te he llamado Edu.

—¡No! Me has llamado Potranka.

—No me hagas discutir, que estoy muy débil.

—Para suplicar no lo estabas tanto. ¿Te lo ha dicho él? ¿Estás trabajando para el puto detective Pikachu?

—¡No!

—¿Y cómo lo sabes?

—Eso no es lo importante…

—Sí lo es. No te vuelvas a acercar a mí nunca más.

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Edu salió de la habitación si acaso más sudoroso que el propio Bratislá, con falta de aliento e hiperventilación. Tras cerrar la puerta con un fuerte golpe que restaurara su fortaleza, temblando, subió rápidamente arriba, a su habitación. Cogió su maleta y metió todas sus pertenencias de mala manera, rápidamente. Miraba paranoico todas las paredes, revisó los armarios y cajones en busca de cámaras ocultas o micros. Cogió su móvil y se dispuso a hacer una llamada. Marcó un contacto bajo el nombre de «Licenciado». Él estaba nervioso y sabía que su destinatario tardaba en descolgar las llamadas, cada pitido de espera se le clavaba en el oído y aumentaba su dolor de cabeza y agotamiento. Abrió una ventana cuando empezó a escuchar un «¿Diga?».

—Soy yo. Calla, no digas nada. Seguramente mi línea está intervenida y en mi habitación haya micros. Nos estarán escuchando. No repliques. Me voy de aquí, huyo. Iré a donde ya sabes, allí no me encontrarán y en caso de que lo hagan podré defenderme. Si no recibes información mía en dos semanas, dame por muerto. Busca mi cadáver… ¿Cómo que quienes? Ellos. Lo saben todo. No sé cómo les ha llegado la información de La Potranka… No, no. Aquí hay algo raro. ¿Te acuerdas del asesinato? Creo que es inventado, se lo han inventado para poder retenerme aquí, es muy raro… ¿Cómo? Sí, buena idea. Lo haré, como sea lo que pienso, huiré. Adiós, camarada.

Dejó de hacer la maleta, apagó el móvil, le quitó la tarjeta sim y lo destruyó golpeándolo contra una mesita de madera. Su respiración seguía siendo un espectáculo de fuegos artificiales. Abrió el minibar, se dijo, total, ya estoy perdido, no lo cargarán a la cuenta de un muerto. Cogió una cerveza, se sentó en el suelo, respaldado contra la cama y trató de tranquilizarse, mientras daba sorbos muy largos a su bebida, se figuraba sus próximos movimientos.

La comprobación que pretendía hacer le daría su ansiada respuesta. Debía estar relajado y concentrado para ello. Encendió una pequeña y vieja radio que había en la mesita de noche. La música siempre le había relajado, bailar, maquillarse, los espectáculos, los brillos y las serpentinas, los focos… La seguridad del escenario y la nerviosa emoción de su alter ego… Sonaba en una emisora de nombre ruso «Summertime Sadness» de Lana del Rey. Para recuperar la calma convino disfrazar su interior de su exterior más seguro: La Potranka Lenin. Llevaba siempre, en aquella maleta roída, aquel rojo traje que le dio la gloria. Se vistió con él y encima se puso la ropa que llevaba para ocultarlo. Con los últimos acordes de Lana del Rey abrió la puerta y bajó, con una seguridad de esas que se fingen hasta que se consiguen.

En recepción estaba una joven chica rubia, de estas que saben mil idiomas y controlan mil programas informáticos; de estás simpáticas, pero lo justo y necesario para no ser bordes ni que su seriedad ni profesionalidad vacilen lo más mínimo o se pongan en duda. La vio y supo cuál sería su punto débil. Ese sentido de la justicia javertiana en la cual la máxima principal es la ley o en este caso, el reglamento interno del hotel. La contradicción que solo sufren los abnegados de su propio código inconscientes de que lo redactó hace años alguien muy viejo y muy interesado en los cuadrados; esos que se debaten, como decíamos, entre su propio código y las muestras exageradas de humanidad que eran capaces de hacer los exentos e incluso los contrarios a dichos códigos.

—Hola, buenas —dijo en español.

—Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarle?

—Necesito hielo, mucho hielo. ¿Puede ir a traerme un poco?

—Pídaselo a su asistente asignado.

—No puedo, está en cama enfermo. Es Bratislá. De hecho, el hielo lo quiero para él, tiene fiebre.

La empleada se quedó seria, pensando, partiendo de la desconfianza e intentando adivinar los verdaderos motivos de Edu.

—Eh, no hay nadie en recepción.

—Pero puede venir cualquiera, mi deber es quedarme aquí y atender.

—Eso le pido, que me atienda. Además, los de cocina no comprenden español y mi ruso es bastante malo. No sé cómo pedirles hielo.

—Pero no es mi responsabilidad.

—¿Y qué? —contestó Edu algo nervioso.

Ante este último «y qué» se reflejó en el gesto de la empleada su condición estricta. Libertino y anárquico se adivinó en su pensamiento. Bajó la mirada a su escritorio y tecleó antipáticamente, como consultando algo.

—Oiga —retomó Edu—, en los hoteles se debe trabajar por el bienestar de sus huéspedes, además, trabajar por mi bienestar es trabajar por el bienestar de Bratislá, que es su compañero.

La empleada se debatía entre su código y la humanidad con la que lo había tergiversado todo su oponente.

—Si quiere, voy yo a la cámara frigorífica y….

—No, iré yo. Usted quédese aquí —contestó con un fatídico acento ruso.

Se levantó, su estatura era de dos metros. Edu se santiguó y se convenció a sí mismo de que eso era necesario, de lo contrario, no habría osado mentir a un ser de tan alta altura. Cuando desapareció de su vista, se sentó detrás del escritorio y tecleó ciertas cosas en el teclado. Mintió, su ruso hablado era chapucero, pero su dominio de la lengua escrita superaba el de Tólstoi. Tecleó con sus dedos de morcilla. Lo hizo con la seguridad fingida, rápido y escrupulosamente antes de que llegara la empleada. Encontró lo que andaba buscando en el ordenador. El sudor y la hiperventilación volvieron. Salió del mostrador. Se puso en la posición en la que estaba. Esperó y apareció la mujer de dos metros con un cubo de hielo. Se colocó delante de él y le entregó la bolsa sin mediar palabra.

—Gracias —dijo Edu en ruso.

Con el cubo en mano volvió a subir por las escaleras, mareado, sudoroso; deseando no haberse puesto su traje de licra de drag queen debajo de la ropa para obtener seguridad. Empezó a marearse pero no paró. Subió tambaleándose los escalones majestuosos, chocando con las paredes y apoyado en ellas consiguió deslizarse por el pasillo y llegar a su habitación. Una vez dentro, tiró el cubo de hielo sin cuidado, el ruido metálico de su choque contra el suelo retumbaba en su cabeza. Empezó a arrancar las sábanas de su cama como pudo y a enrollarlas sobre ellas mismas con el objetivo de hacer algo parecido a una cuerda.

Consiguió a duras penas hacerlo con la manta y procedió a hacer lo mismo con la sábana bajera. Una vez lo hizo, ató las dos cuerdas tan fuerte como pudo. Cogió su voluminoso abrigo y se lo puso, estaba tan sudado que le daba igual sudar más. Colocó las barritas energéticas del minibar en los bolsillos y por último abrió un cajón y sujetó un mapa que había en caso de que alguien quisiera andar por los alrededores con la boca. Una vez hecho esto, fue hacia la ventana abierta, ató las sábanas a la pata de la cómoda que quedaba justo debajo de esta y se asomó.

Solo se veía blanco, se percató el frío que entraba por la ventana y dejó de sudar, le refrescó, pudo pensar con algo más de claridad. Debía irse, huir por el desierto blanco que se alzaba hasta el horizonte. Se convenció de que tenía que escapar, subió a la cómoda, se agarró bien de las sábanas y mirando hacia la pared, empezó a bajar.

Dejó de sudar pero seguía nervioso, se preguntaba muchas cosas mientras bajaba pero la más frecuente pregunta era por qué había pedido la habitación en el cuarto piso. Preguntas banales que le saltaban a la mente y que, como una nebulosa, cubrían lo que de verdad le zahería como a un animalito: la traición. Creyó que era él el que jugaba con Bratislá y fue al contrario, se creyó inteligente y poderoso cuando en realidad estaba siendo burlado y mucho más, traicionado. Y aun así, no paraba de pensar en él, en que no lo volvería a ver. Pasara lo que pasara, Bratislá se quedaba fuera del paradigma. Si súbitamente caía y moría, adiós Bratislá; si conseguía huir, adiós Bratislá; y si el detective Lievin y sus perseguidores le atrapaban, adiós Bratislá.

Entre tanta preocupación y resentimiento, tan solo le faltaban dos pisos. Empezó a notar las manos entumecidas, no llevaba guantes. Entre el mareo y la ansiedad se le habían olvidado, de todas formas, se dijo, necesitaba las manos descubiertas para poder agarrarse bien a su dudosamente fabricada cuerda. No notaba los pulgares, pero confió en que seguirían agarrados a la cuerda hasta que tocara el suelo. Su respiración, pesada por el esfuerzo físico y cansancio, emitía una gran cantidad de vaho que le impedía ver bien sus pasos. Le quedaba un piso y sus pulgares no aguantaron más.

Cayó encima de un montón blandito de nieve, desde arriba no parecía que hubiera tanta. De todas formas, el impacto le dejó inmóvil y hundido en la nieve, sin posibilidad alguna de moverse. Tumbado y hundido, miró al cielo, empezaba a oscurecer. Moriría congelado pero al menos vería estrellas. Y con sus últimas fuerzas pronunció un «Adiós, Bratislá».

—¿Cómo que adiós?

Edu abrió débilmente los ojos, seguía en la misma posición pero un hombre lo miraba, arrodillado a su lado.

—¡Reacciona! ¡Vamos! Tenemos que entrar.

Era Bratislá, le zarandeaba para que recobrara sus plenas facultades; seguía sudado, amarillo y pestilente, apenas llevaba su pijama y una manta por encima pero lo movía con una fuerza extraordinaria. Cuando volvió completamente en sí y descodificó aquel rostro como el de su traidor, se alegró, por haberlo podido ver una vez más; pero tuvo que acordarse de la traición. Bruscamente se incorporó y se separó de él.

—¡Déjame en paz! ¿Qué quieres de mí?

—Quiero ayudarte, no puedes huir, te vas a congelar.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? ¿Cómo sabes que soy La Potranka Lenin? ¡Estás ayudando al detective! ¿Sois de la KGB, verdad? ¡Me queréis endosar un muerto y no lo voy a permitir!

—No, no es eso —decía tranquilamente mientras volvía a acercarse a él.

—¡Sí lo es! ¡He mirado en el registro y no había ninguna princesa hospedada! Os lo habéis inventado para retenerme. ¡No hay muerta!

—Edu, tranquilízate. Te juro que no soy tu enemigo.

—¿Cómo es posible entonces que supieras mi nombre de drag queen? ¿Cómo me has encontrado? ¡Me estabas vigilando! ¡Me sedujiste para vigilarme! ¡Vil truhan! Y pensar en que caí…

—¡Cállate maldito estúpido! ¿No ves que no soy un traidor? ¿No ves que no te he engañado?

—En la habitación, me dijiste que me quedara, que no me podía ir. ¡Esa era tu misión! ¡Retenerme!

—¡Que no! ¡Te estoy diciendo que no, maldito estúpido! ¿Te crees aquí el único descendiente de una dinastía rusa notable? ¡Pues no! ¡Tú serás un Lenin pero yo soy un descendiente de la dinastía Rasputina! ¡Y al igual que Rasputín, veo el futuro!

—¡Qué dices!

—¡Que sí! Rasputín predijo la revolución rusa y yo predije, ahí dentro, en la sala, cuando me mareé, que querrías huir y te vi aquí tumbado, pensé que morirías. ¡Por eso te pedí que te quedaras! Lo de La Potranka Lenin lo sé porque…

Y mientras Bratislá trataba de demostrar que predecía el futuro al igual que Rasputín, Edu alias La Potranka Lenin se preguntaba si también habría heredado los otros dones de los que presumía el que fuera amante de la reina rusa.

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